El buscador de imperfecciones
Fiel a sus costumbres, iba a dar un paseo dominical por las calles de París, siempre por las mismas. Ese día, sin embargo, no fue así. Justo cuando estaba en la puerta, calculando si llevaba todo lo necesario, cartera, llaves, abrigo…, recibió una llamada de su jefe pidiéndole que se reuniera con él, en una hora, en un barrio de las afueras. Como se trataba de un asunto de trabajo, apuntó rápidamente la dirección y, sin siquiera mirar el tiempo que hacía, salió. Cuando llegó al lugar acordado, siempre puntual, no había un alma. Era una callejuela oscura, demasiado estrecha para los coches, con edificios antiguos y mal cuidados a ambos lados. Estuvo como una hora esperando. Cuando se disponía a regresar a su piso, comenzó a llover muy fuerte y, al no tener paraguas, decidió meterse en un soportal a esperar que amainara. Cómo podía haberse olvidado, no era propio de él...Todo esto lo iba diciendo Álvaro en voz alta, cuando, cuál fue su sorpresa, al levantar la cabeza, descubrió que se encontraba en una cafetería, aunque por fuera no hubiera ningún cartel que lo indicara. Se adentró en un ambiente cargado de humo y luz tenue que apenas le permitía distinguir las mesas. Sólo había dos clientes, él y otro sentado en la barra, envuelto en una gabardina y con un sombrero que no permitía distinguirle el rostro. El misterioso hombre le entregó un sobre al camarero, este asintió, y, sin más, abandonó deprisa el local haciendo sonar la campanita de la puerta y dejando entrar una ráfaga de aire frío que heló a nuestro protagonista. Álvaro dudó de que hubiese sido la corriente, y sin hacer caso a las tonterías que rondaban su cabeza, algo nuevo para él, tomó asiento en el taburete de la barra más cercano qué encontró. Como si surgiera de la nada, el camarero apareció frente a él y le preguntó:
- ¿Qué desea tomar?
- Un café…, por favor -dijo desconcertado-. Y el periódico.
El camarero asintió con media sonrisa. Le sirvió el café y le entregó el periódico doblado. Cuando lo abrió para leerlo, cayó sobre su regazo el sobre… Todo empezó a darle vueltas y, de repente, se despertó en el soportal, se había quedado dormido, “que tonto” pensó, “todo fue tan real”. Fuera ya no llovía y se había hecho de noche. Fue hasta la boca del metro y, mientras esperaba, se metió las manos en los bolsillos del abrigo y allí estaba… el sobre. El ruido ensordecedor anunció la llegada del metro, así que apresuradamente lo volvió a guardar y se subió.
Al llegar a su casa, se quitó los zapatos en la entrada, los colocó uno al lado del otro, perfectamente alineados, fue al baño a lavarse las manos, después pasó al dormitorio, fue quitando uno a uno todos los cojines que tenía encima de la cama, hasta que dio con su pijama, que estaba impecablemente doblado debajo de su almohada. Repitió toda la operación al contrario, luego, pasó a la cocina, donde cenó lo de siempre, leche con galletas, recogió y solo cuando estuvo sentado en su sillón favorito abrió el sobre y se puso a leer la nota que se encontraba en su interior, una dirección, una fecha y una posdata que rezaba: “Estaré encantado de recibirle en mi humilde morada, y enseñarle mis secretos.”
La cita era para la mañana siguiente. Tendría que levantarse temprano para llegar puntual, ya que el lugar se encontraba alejado de su casa. Aunque no supiese quien le había solicitado, ni siquiera el porqué, no se lo cuestionó. Él no faltaba nunca a una cita Cuando llegó, descubrió que se trataba de una vieja nave industrial abandonada. De nuevo, no se encontró a nadie esperando, pero la puerta de la nave se abrió lentamente chirriando, invitándole a entrar. Estaba vacía como esperaba… Entonces reparó en una luz que venía de donde antes debían encontrarse los despachos. Empujó suavemente la vieja puerta, que estaba entornada como si le esperase, entró, y una luz cegadora lo bañó para luego mostrarle un despacho antiguo llenó de estanterías de techo a suelo, repletas de libros. A su derecha, había un perchero del que colgaba una gabardina y un sombrero, el suelo estaba cubierto de alfombras persas y, al fondo, se encontraba un escritorio de roble con una máquina de escribir. La luz provenía de encima de la mesa, alguien desde detrás de la misma, lo estaba apuntando con el foco de un flexo.
- Bienvenido a mi mundo de creación, Álvaro, te esperaba ansioso.
- ¿Cómo sabe mi…?
- ¡Ay! pequeño insensato… -rió irónicamente-. Primero te comunicaré el asunto por el que te había llamado, estoy escribiendo una novela que quizás te interese publicar.
Suavemente, fue apartando el foco. A Álvaro le resultó conocida su cara. Entonces, el hombre, con media sonrisa le indicó que se acercara, tendiéndole unos papeles para que los leyera. La historia decía: “A nuestro protagonista, lo vamos a llamar… Álvaro…”